21 noviembre 2008

Testamento y Testimonio: dos modos de relacionarme con la huella.

Después de nuestras últimas conversaciones llegué a este pensamiento: “no existen modos de entender las relaciones sino por lo que ellas generan; es por ello, que necesito partir desde las huellas, entendiéndolas aquí, como el efecto de toda relación libidinal”.

Fue así que se me volvió necesario distinguir el testimonio del testamento. Sé que el testimonio se ha desarrollado en abundante bibliografía, por ende, para esquivar ciertos lugares comunes, decidí comenzar por el testamento.

En principio, una aclaración: “el testamento, aquí, es un modo de relación con la huella”.

Siguiendo esta idea, mi modo de relación con él no ha sido más que a través de tres de sus elementos: “el soporte, el agente y el destinatario”.

Su soporte es un documento escrito de “última voluntad” que goza de autoridad legal.

Su agente es “la palabra viva o en vida” de alguien que, de no estar muerto, esta muriéndose. Es, digámoslo sin rodeos, su última palabra.

Su destinatario es el receptor de la herencia, de las palabras, de los bienes, de las imágenes…de los asuntos. No es alguien menor sino que es aquel que se ocupara de mantener viva la palabra del muerto, con el peligro que esto conlleva.

El agente del testamento sería, como dijimos, alguien muerto. Y sus herederos, aquellos (destinatarios) que puedan hacer uso de lo heredado. Lo que quiero expresarles con esto, paradójicamente, es que “la última voluntad del muerto puede ser la voluntad del destinatario”. Lo confirma todo una tradición. Es decir, es este último quien decide que la palabra viva devenga muerta, o mejor dicho, es quien decide ser el único propietario de la herencia.

Por esto, no pocas veces nuestros enunciados del pasado han sido tomados por otros (destinatarios) como nuestras ultimas palabras, condenándonos a muerte, así, de manera performativa. Aunque, ciertamente, no es sólo cuestión de palabras, sino de relaciones entre agentes y destinatarios, entre propietarios y herederos. Podría decirse entonces que cualquier el testimonio deviene testamento cuando él que lo recibe deviene en una especie de escribiente judicial que transforma ese testimonio en un texto de jurisprudencia o en una cartilla judicial. Después le pone un número de folio y lo archiva para sacarlo en un momento de cambio del otro.

Cuántas veces nos hemos encontrados con enunciados tales como:

“Dijiste que me amabas y que lo ibas a hacer para toda la vida”.

”Y vos que haces vestido así si siempre fuiste…”.

“Si vos dijiste que cuando esto sucediera harías esto otro”.

“Siempre dijiste que nunca trabajarías de…… miráte ahora”.

Cabe suponer, por lo mencionado, que eso que retorna en boca del destinatario fue en algún momento una afirmación propia. Afirmación que ahora retorna desde fuera recordándonos lo que habremos sido, lo que habremos hecho, lo que habremos dicho.

Así, terminan haciendo uso de nuestras palabras vivas en nuestro detrimento. O bien, usándolas en contra nuestro, o bien, condenándonos a estar muertos, o en sus mejores casos, enmudeciéndonos.

Muertos sin posibilidad de retractarnos, de reconfigurarnos, de hablar sobre lo hablado, de decir “otra cosa”, de ser “otra cosa”.

Con esto, sólo me queda afirmar que para aquellos destinatarios ya estábamos “fijados” al momento subsiguiente de la afirmación. Sea ésta, afirmación de una imagen, de un sentimiento, incluso, de una negación.

Por otra parte, el testamento aparece como un “soporte escritural” de relaciones transferenciales, libidinosas. No cualquiera te recuerda lo que fuiste, o lo que dijiste ser, no cualquiera tiene la “autoridad legal suficiente” como para eternizarnos en una afirmación pasada. No cualquiera, ciertamente no. Sólo aquellos que tomen nuestras palabras como herencias, como algo concluyente. Sin ese reconocimiento, sin ese abusivo reconocimiento, no habría herencia:

“La herencia, ese mecanismo de pasar propiedades bajo condición de muerte”.

Con esto no reniego de la herencia, no reniego del mecanismo de pasarnos propiedades, reniego de su condición excluyente y exclusiva.

Consecuentemente afirmo la posibilidad del testimonio, porque su agente es el testigo, porque para poder atestiguar hay que estar presente, porque implica, como un requisito fundamental, adquirir directamente conocimiento de algo. El testigo es el único sujeto capaz de atestiguar lo sucedido. Es la prueba de que estamos vivos, es la palabra viva y efectiva. No quiere decir que no halla enunciados del pasado, afirmativos y vivos, en mi presente, pero soy yo la única legalmente habilitada para hacerlo, y para darle muerte en momento justo y necesario.

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En el testimonio hay una “economía del olvido”, aquel que atestigua no hace mas que traducir su relación con la huella, con lo sucedido, con las imágenes, etc. Algo se rescata algo se pierde, algo se gana algo se sustrae

Hay en el testimonio, por todo, algo de la “donación”, entendida como acción de dar sin condición.

El testimonio se constituye en una relación dialógica, y para que halla testimonio tienen que estar en juego al menos dos, por todo esto quien no necesita de otro, quien puede estar sólo pensando, no se está constituyendo, ya está constituido. El testimonio es la capacidad de configurarse con otros.

Para algunas personas, estoy actualmente muerta, incluso para ustedes si creen que voy a pensar esto siempre. Para el caso, esta escritura me da la posibilidad de no morir, en tanto que no es mi herencia ni mi ultima palabra, por el contrario, es donación…son ustedes mis destinatarios, pero no mis herederos.

En fin, les recuerdo, por “última vez”, que no reniego de las herencias aunque si reniego de la imposibilidad de traducción de eso que se deja.

Mariángeles Cuellas


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